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Héctor Hernández Montecinos, "La parte de los intelectuales"




Hablar de ellos no es tan imposible
porque son una auténtica peste,
recorren las calles con paquetes de libros,
voluminosos, de sofisticadas portadas,
y se pasean por el barrio
como esperando a que la gente adivine
cuánto les costó suplir sus horribles vidas
con lindas ediciones.

Se reúnen en los cafés
y hablan de cualquier cosa
gesticulando como si la cátedra fuera
para los que están en la mesa de al lado,
luego piden otro cortado, llaman por celular,
o al menos eso parece,
y se van a otra librería a repetir el rito.

Al día siguiente
regresan y comentan como si hubiesen
devorado cada página, y
a lo sumo, leyeron la reseña
de la contraportada y un par de párrafos
que el azar les hizo parecer fundamentales.

Se visten igual,
usan los mismos marcos de lentes,
comparten el gusto por los perfumes caros
y comen en cualquier lugar donde no haya colación
ni comida típica, si es que no andan
con algún extranjero sin visa.

En ese caso es distinto
porque los hacen recorrer,
a parte de sus librerías favoritas,
los bares más gringos, las avenidas más modernas
y los barrios más estilizados,
o sea todo lo que un extranjero no quiere ver.

Son como un río
lleno de metales pesados y tóxicos,
tienen trabajos mediocres pero su peinado es su curriculum,
de ayudantes pasan a docentes universitarios,
de colaboradores en diarios faranduleros y pasquines
pasan a periodistas o parte de los comités editoriales,
de funcionarios públicos pasan a las cúpulas
directrices de la oficialidad de turno.

Invierten tanto en su
vanidad como en su vanidad,
y ellos creen que uno no se da cuenta
de sus fascismos camuflados,
de sus fobias a lo que ellos son en el fondo
pero esconden,
de su moralina puritana liberal,
y de que en realidad son los más débiles mentales
dentro de la infinita variedad
que en mi país existe.

Pero ellos son felices así
y hay que dejarlos,
no quisiera yo vivir con uno
en sus asquerosos dormitorios albinos
donde se machacan los ojos
con sus notas a pie de página
o se revuelcan con el cine arte
comprado en la calle a un filibustero
con pata de palo y un loro en el hombro.

Cuidado, que lo memorizan todo
porque en sus corazones ya no hay espacio
para nada más que ellos mismos,
por eso cuando me hablan
yo hago como que les escucho,
huelo su rico aroma
y luego les pregunto si les gusta el pico.

Héctor Hernández Montecinos
publicado en Simiostein: primer zine cornelista n° 0
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